28/04/2024CIUDAD

Como se pide. “La sonrisa cómplice de mis travesuras infantiles”. Por Guillermo Ávila

Hoy es el cumpleaños número 90 de Sara Angilello. Una vecina más de Coronel Suárez que hace poco nos dejó, o como suelen decir los artistas: “se fue de gira”.

En su vida hubo (como a todos nos pasa) momentos buenos, pero también momentos malos. Y supo llevar las adversidades como se deben llevar: “Con una sonrisa pa´ los afueras y los dolores pa´ los adentros”. 

No bajó los brazos ni cuando sabía que algo malo tenía y miró al médico de hospital para decirle: “Estoy acá porque quiero vivir”. 

Para mí, siempre fue la “Tía Sarita” y quisiera celebrar esta fecha contándoles algo de la huella que me dejó.

De chico las vacaciones eran Coronel Suárez por obligación. Vivimos en La Plata y si bien mi madre se escapaba durante el año para visitar a mis abuelos, las fiestas y las vacaciones eran en la Capital del Polo como muchos la conocen, o como nos gustaba decir en casa: “los pagos del Sergio Denis”.

Ya de adolescente las escapadas de descanso eran en su mayoría Coronel Suárez. Pero ya no por obligación. 

Pasé mucho aquí y podría contar variadas historias transcurridas en el “I Bambini”, el negocio de ropa para niños ubicado sobre calle Mitre que mi tía tenía justo frente a la plaza principal. 

O contar cómo me agasajaba en cada viaje con su “arrollado de papa”, una entrada que si mal no recuerdo es de origen alemán, un pionono de puré y fiambres que lo hacía de una forma increíble. Ella sabía que me gustaba mucho y por eso me lo preparaba en cada una de mis visitas. 

Podría contar muchas historias de salidas y paseos que conservo en mi memoria, pero no es el caso porque me interesa recordar a mi tía Sarita con una anécdota en particular.

Sobre la calle Urquiza está la casa de mis tíos y pegado a la cocina comedor hay una pequeña pieza con un baño independiente.Quizás fue por el diseño de la época (cuando se proyectó y se construyó la vivienda), el lugar pensado por los antiguos arquitectos y constructores para el lavado y planchado de ropa.

En realidad, esos baños se pensaban cerca de la cocina y el lavadero para comodidad de las mujeres mientras hacían las tareas del hogar, como lavar, planchar y cocinar. 

Esa idea (hoy llamada “Machirula”) cambió con el tiempo ya que por lo general y en lo cotidiano, la cocina es el lugar de la casa donde se pasa más tiempo en familia y un baño cerca es práctico.

Pero en la historia que cuento, esa pequeña pieza y su baño cumplían otra función. Era el lugar donde las novias del pueblo se probaban los vestidos que mi tía confeccionaba. Mi tía Sarita, por si no lo dije antes, fue una gran modista y costurera. 

Mi estadía en Suárez era en la casa de mis abuelos, pero por las tardes, el lugar de encuentro era la casa de mis tíos y mis primas (siempre después de la siesta y de las novelas de la abuela Cata).

Por lo tanto cada vez que el calor seco de los veranos suarenses bajaba su intensidad, las novias venían a probarse y hacer los retoques de sus vestidos. Momento indicado para que mi madre dijera: “vamos al departamento” sabiendo, que pese a tener una pieza independiente, alguna chica pudiera sentirse incomoda de una presencia extraña. Eran otros tiempos.

Ya en la vereda la despedida podía durar mucho. Mi mamá, la abuela Cata y mi tío Pedrito Gangone (conocido también como “El Ñato”) hablaban hasta por los codos. 

Y esa era la oportunidad de aprovechar alguna distracción y escabullirme sigilosamente por el portón del garaje (que siempre estaba abierto) para llegar hasta la puerta de esa pequeña pieza con la esperanza de poder ver a través del ojo de la cerradura a las novias en paños menores o mejor dicho, corpiño y bombacha.

Pero lamentablemente mi tarea de espía nunca tenía éxito ya que entre la novia y el ojo de la cerradura estaba el cuerpo de mi tía tapando la acción. Pasaba minutos esperando que se corriera, pero eso nunca ocurrió. 

Maldije en varias oportunidades a quienes diseñaron una pieza tan pequeña porque estaba convencido que el tamaño de la misma era el motivo por el cual se apoyaba en la puerta. 

Pero un día, llegó el día. Fue el momento que una novia pidió pasar al baño y aprovechando la breve ausencia de la clienta, mi tía abrió la puerta de la pequeña pieza y con una sonrisa en la cara me dijo: “pero…váyase para otro lado”.

Ahí entendí que no era casual que tapara con su cuerpo el ojo de la cerradura porque sabía o intuía que en una de mis travesuras yo podría hacer algo así. 

Con esto quiero llevar tranquilidad a todas aquellas jóvenes que están leyendo este relato y pasaron por la casa de calle Urquiza a probarse un vestido de novia. Sepan que nunca pude cumplir con mi objetivo.Como solía decirse: “me sacó carpiendo”, pero con una sonrisa. 

La misma sonrisa que vi cuando le contaban que durante los mediodías de la primera quincena del enero en Coronel Suárez, alguien desde algún balcón del edificio de La Sirena (donde casualmente yo paraba) le tiraba cáscaras de fruta a los autos que pasaban o a algún desprevenido transeúnte.

En el departamento de mis abuelos el postre siempre era fruta, pero eso también es una casualidad.

También sonreía en cada despedida cuando mi obesa osamenta saltaba y hacía retumbar los pisos de madera de la vieja terminal de micros, pese a los intentos fallidos de mi madre y mi tío por detenerme. Desde la boletería del colectivo “La Estrella” mi abuelo Pedro hablaba con el ruso Schwab, un descendiente de los alemanes del Volga que tenía cara de tipo bravo. Ahora que lo pienso bien, no sé si mi abuelo conversaba o lo convencía para que desistiera en su deseo de romperme la cabeza.

Puso una sonrisa cada vez que entré en el “I Bambini” imitando a Juan Ramón (un cantor muy popular que desafinaba con una convicción admirable) y sonrió también el día que pude vencer por un momento mi vergüenza y le cante la canción que escribí para su madre; “la abuela Cata”. Momento que quedará grabado por siempre en mi memoria. 

Por esto, y para cerrar este relato, si alguien me preguntara ¿qué fue la tía Sarita para mí?, tendría que decir que fue puro corazón, que fue una caricia en el alma y que fue por siempre la sonrisa cómplice de mis travesuras infantiles.

Guillermo Ávila.